Llegó septiembre y me despierto
y pienso con alegría que, ahora o en el futuro, sea cual sea el sistema
no puede eliminar
a la gente, siempre habrá gente para
ser amigos o amantes aunque tal vez
las condiciones del amor cambien y sus defectos disminuyan
y el cariño sea rebajado
a limitada posesividad, celos fundados o vanidad.
Llegó septiembre, es de ella,
cuya vitalidad aumenta en otoño,
cuya naturaleza prefiere
árboles sin hojas y un fuego en el hogar,
de modo que le entrego este mes y el próximo
aunque todo mi año será de ella quien ya ha hecho
que muchos de esos días fueran intolerables o confusos
pero que muchos más fueran felices.
Quien ha dejado un perfume en mi vida y a mis muros
danzando una y otra vez con su sombra;
cuyo cabello está enredado en todas mis cascadas
y todo Londres lleno de recordados besos.
De modo que estoy contento
de que la vida la contenga con sus humores y momentos
más cambiante y transitoria de lo que incluso
he pensado como inherente a la belleza;
cuya mente es como el viento sobre un mar de trigo,
cuyos ojos son candor,
y la seguridad sus pies,
como una paloma mensajera nunca distraída por la duda.
A quien agradezco
que el aire se haya vuelto seda tornasolada, que las calles sean música
y que las filas
de hombres sean filas de hombres, ya no de cifras.
De modo que, si ahora tuviera
que seguir sólo esta vida, no será únicamente
un obstáculo desde una piedra numerada a otra
sino una escalera de ángeles, río que crece.
Intempestiva, a veces histérica, abrupta,
tú eres alguien a quien siempre voy a recordar,
alguien que jamás será corrupta
ni argumento podrá desheredar.
Frívola, siempre apurada, olvidando la dirección,
frunciendo el ceño demasiado seguido, fijándose demasiado
en sombreros e impertinencias – ¿cómo podría evaluar
lo que te hace diferente?
Tú, a quien recuerdo alegre o cansada,
sonriente mientras bebes o en la cólera chispeante,
inoportunamente deseada
en barcos, en trenes, en caminos al caminar.
A veces descuidada, a menudo elegante,
tan fácilmente vulnerable, de buena gana receptiva,
a quien una tontería podría resultarle irritante
o podría ser maná o bálsamo.
Cuyas palabras tropezarían unas con otras
y se lanzaran de pura excitación,
cuyos dedos se enredaban y fundían
cuando eran afectuosos.
Te recordaré en la cama con los ojos
brillantes o en un bar revolviendo el café
abstraída y sobre tu plato la blanca
colilla humeante que tus labios han manchado de carmesí.
Y recordaré cómo tus palabras podían herir
por su honestidad
e incluso tus mentiras eran capaces de hacer valer
la integridad del propósito
y es en la fuerza de conocerte
donde considero el sentimiento generoso más importante
que la mera reflexión sobre qué hacer
cuando ni los pros ni los contras afectan las pulsaciones.
Y aunque he padecido tu fuerza especial
que nunca adula para ganar ni falsifica respuestas
me sentiría orgulloso si a la larga pudiera alcanzar
igual impulso y costumbre.
Louis MacNeice
(12 de septiembre de 1907, Belfast - 3 de septiembre de 1963, Londres)